Dinámica de silencio.

 

¿Por qué me haces esto, Maestro? ¿Por qué consientes que te detengan y ahora me dejas sola en esta noche fría y confusa, abandonada a la oscuridad?

 

Todas las ilusiones que me había ido construyendo estos años de acompañarte se han desmoronado en apenas un instante; todo el Reino de Amor que iba soñando ahora es tan solo desesperanza. Me siento tan sola entre la muchedumbre que recorre las calles preguntando que se sabe de ti. Todo es incertidumbre.

 

Dicen que tus discípulos han huido, que incluso reniegan de ti. Normal: cuentan que ellos dormían cerca mientras tú llorabas lágrimas de angustia. ¡Vaya amigos! Con los que acababas de compartir el Pan y el Vino de tu cena. ¡A los que con cariño habías lavado los pies del polvo de todos los caminos recorridos juntos! Tus favoritos… ¡menudos amigos!

 

Yo, al menos, no soy una de ellos. Estos años te he seguido discretamente, en segunda fila. Nunca pronunciaste mi nombre y, sin embargo, me sentí elegida por ti. Cada historia que contabas para acompañar tus reflexiones parecía dirigida a mí. Total ¿para qué? Para que ahora me abandones en esta alborotada Jerusalén donde mil fuegos no dan calor a toda la gente venida de pueblos y ciudades de Judea, gente inquieta que va y viene formando corrillos alzando la voz sobre los balidos de los corderos que mañana serán sacrificados para celebrar la Pascua.

 

Pese al bullicio, lejos de las habladurías, en mi cabeza todo es silencio. Oscuro, espeso silencio. Cruel silencio porque ya no entiendo nada.

 

  (Silencio para dejar hablar al silencio)

 

En las calles se palpa el miedo. Miedo a que tus seguidores se alcen en armas. Miedo a que los soldados causen una masacre en la ciudad abarrotada. Pero ahora mi miedo mayor es no haberte comprendido nunca: ¿cómo puedes ser que te hagas culpable de amar? ¿De qué Amor estabas hablando entonces cuando hablabas del Amor? No comprendo. Claro que a veces, a menudo, me resultaba complicado entenderte si no lo adornabas con tus parábolas.

 

Con lo bien qué hablabas y ahora andan diciendo que en los interrogatorios callas, que ni afirmas ni niegas. Quienes te conocen bien dicen que lo haces para no provocar la violencia, que con la Verdad estás dispuesto a callar hasta asumir tu injusta ejecución. No te comprendo: Tú, que con un chasquido de tus dedos podrías hacer que tu Padre enviara una legión de ángeles que te liberase ¡vas a dejarte morir pidiendo el perdón para los que te han de matar! Ya no comprendo nada en esta terrible noche que, sin embargo, ha de ser noche de Amor.

 

(Silencio para dejar de querer aprehender el misterio)

 

Dicen que han querido doblegarte con la tortura. Que te van a exhibir humillado en la plaza. Siento rabia. Rabia por verte caer tan abajo. Pero también rabia por toda la historia que he compartido contigo. Por toda la historia que ya no podremos compartir.

 

Siento una inmensa rabia, sobre todo, porque en la plaza, en primera fila, soportando los empujones del gentío desaforado, estará tu Madre sostenida por el brazo de tu discípulo más joven, rota por el dolor que le causará ver así a su Hijo amado. Sus amigos han querido apartarla de todo pero ella, con una entereza admirable, sabe que su lugar es Contigo. Siempre lo ha sabido. Desde que el ángel le anunció que había sido la elegida. Elegida. ¿Para sufrir por ti?, ¿para verte ahora así?, ¿para verte mañana morir de la manera más despiadada?

 

Me intimida su entereza; la sobriedad de su sufrimiento pese a esas lágrimas aceradas que a cualquiera arrasarían. Pero ahí está: en ningún instante dejará de mostrarte su confianza, su Amor. Cuando se crucen vuestras miradas todo estará dicho sin necesidad de cruzar palabra. En tus ojos habrá para María otro silencio más de los que tan lleno tiene el corazón.

 

(Silencio para dejar escuchar la entrega absoluta de María a la voluntad de Dios, para ponerse en sus manos también en la hora del dolor)

 

Escarnecido, vapuleado, pero revestido de la dignidad de un Rey, te presentan ante el pueblo. Muchos callan. Muchos se burlan. Muchos se dejan llevar por la aversión que les provoca contemplar tu coherencia hasta el final; te desprecian por haber pretendido enfrentarles a sus incongruencias. Desearían que nunca hubieras aparecido en su vida…

 

Es la hora del triunfo del mal y de la maldad.

 

Nadie comprende que es la víspera de la mayor muestra de Amor.

 

(Silencio para escuchar a los que creyeron en ti, a los humildes, a los sencillos…. Para reconciliarme en el corazón con los que me han hecho daño y pedir perdón a los que he causado daño.)

 

Levantas el rostro cubierto de sangre y pena por la incomprensión. Alzas tus ojos y me miras… De toda la muchedumbre congregada en la plaza me eliges a mí. Pronuncias mi nombre. Con cariño. Sin reproches.

 

Ahora comprendo que yo también dormía en tu hora de angustia. Que yo también caí en la tentación de negarte. Que por el miedo abominé del Amor.

 

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(Silencio para aceptar que soy quien has elegido. Para atreverme a mirar al rostro del que sufre y comprender en él el Amor que nos une. Para ser en mi conciencia voz de los que callan. Para hacer sitio en mi corazón a los proscritos, los desahuciados, los vencidos, los humillados… para ser capaz de soportar su mirada.)

 

Mañana, Maestro, al pie de tu Cruz, querré seguir aprendiendo del Amor.

CONCHA MORATA