(Conviene prever la participación con suficiente antelación,  adecuar su duración a la comunidad convocada, y combinar apropiadamente la palabra y el silencio, que favorezca la oración)

Nos amó hasta el extremo

La situación en la que se encontraba Jesús en la última etapa de su vida era tremendamente adversa. Pero todavía puede actuar libremente, y en la cena de despedida con su amigos y amigas anticipa su propia muerte en el pan partido y en el vino que pasa de mano en mano. Jesús, por medio de los gestos eucarísticos, transforma una muerte indigna en un acto de amor “hasta el extremo”. Justo en ese momento terrible, en que su frágil comunidad se venía abajo, Jesús tomó el pan, lo bendijo y se lo dio diciendo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Jesús encarnó la esperanza en un signo: el pan roto que une, la copa que nos une en su Vida para siempre.

Gracias al relato de la Cena, sabemos lo que había en el interior de Jesús ante su muerte. Sin la Eucaristía, sería posible pensar que murió por una especie de “necesidad” o fatalidad, porque no podía ser de otro modo. Sabemos que no fue así. La noche en que iba a ser entregado, cuando su vida estaba en peligro, pero aún no había sido detenido y todavía estaba abierta la ocasión de escapar de una muerte que le pisaba los talones, Él hizo el gesto de ponerse entero en el pan que repartió, e hizo pasar la copa con el vino de una vida que iba a derramarse hasta la última gota. Y aquel gesto y aquellas palabras, recordadas en cada Eucaristía, nos permiten adentrarnos en el misterio de una voluntad de entrega que se anticipa a la pérdida: nadie puede arrebatarle la vida; es Él quien la entrega voluntariamente (Jn 10,18).

La Eucaristía no nació en la última cena, sino que Jesús fue gestándola y preparándola a lo largo de toda su vida a través de sus palabras, gestos, encuentros, actitudes… Jesús interpreta su propia vida en clave de servicio y de entrega (Mc 10,45), que culmina en el lavatorio de los pies (Jn 13,1-15). Dejamos que nuestro corazón desborde de agradecimiento y de alegría por el regalo de la Eucaristía, por el proyecto de humanidad reconciliada y fraterna que encierra, por la semilla de recia esperanza que expande.

Jesús se entrega, libremente, por amor. La palabra amor está hoy tan deslucida que casi da miedo pronunciarla. Pero no podemos ni debemos renunciar a ella. Jesús nos muestra cómo se ama y cómo se ama con pasión. Por eso nos atrae, nos seduce. Igual que nos han conmovido y llenado de admiración, alguna vez, los gestos o el comportamiento de personas que han ido más allá de lo razonable, de lo “lógico”, de lo humanamente exigible: han arriesgado su vida por otros; han permanecido junto a los que estaban en situaciones de alto riesgo; no se han tenido en cuenta a sí mismos, sin calcular ni medir, han entregado lo que eran y tenían; y, como consecuencia, han arriesgado su propia vida hasta perderla.

Este momento es ideal para alegrarnos por estas personas, ponerles nombre, felicitarlos desde lo más profundo de nuestro corazón. Sentir orgullo de pertenecer a una humanidad y a una Iglesia en la que muchas mujeres y hombres viven fuera de sí mismas para entregarse a otros y siguen siendo capaces de traspasar fronteras, hasta el extremo.

En determinados momentos, también nosotros y nosotras hemos sentido un impulso que nos empujaba a comportarnos así, a romper límites y a movernos por las razones apasionadas del amor. Y, aunque no estemos establemente ahí, sabemos experiencialmente de qué se trata. Hemos sido capaces de superar la lógica del cálculo, la media y la cautela y de entrar en la lógica de la Eucaristía, en la que celebramos el máximo derroche, el total despilfarro “hasta el extremo”. Porque es precisamente eso lo que se nos llama a celebrar y a vivir: “Haced esto…”. No dice “meditad”, “escribid”… sino, sencillamente, “hacedlo”.

Y le presentamos a Dios nuestro deseo terco de “hacerlo”, de entrar en su “proyecto eucarístico”, de vivir “en memoria suya”, de conformarnos con su modo de ser, en el que cada persona se entrega absolutamente a las otras y se recibe de ellas en eterna acción de gracias. En nuestra propia persona y en la solidaridad con los crucificados de la historia somos la pasión de Dios que trabaja, sufre y muere en nosotras. Y somos esa pasión también en nuestras propias historias silenciosas, cuando intentamos ayudar a vivir con apuestas pequeñas y cotidianas; cuando levantamos la voz para defender derechos secuestrados o cuando actuamos como frágil levadura que se disuelve en la masa espesa de la sociedad y la fermenta de Vida y de Paz.