La pasión que provoca el amor apasionado

Jesús nos amó con pasión, él mismo lo expresaba: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión” (Lc 22,14). Y “Amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el final de su posibilidad de amar y hasta su último aliento. El lenguaje de Jesús expresa también esa pasión de su amor. El que pierda su vida por Jesús y la buena noticia del evangelio, la salvará. Ganar el mundo entero no vale la pena. En medio de esta generación ‘idolátrica y pecadora’, no podemos avergonzarnos de las palabras de Jesús (Mc 8,34-38)…

Jesús ama con pasión y eso le permite ver la realidad de una manera diferente y nueva, descubre el Reino de Dios queriendo abrirse paso dentro del pueblo con posibilidades nunca imaginadas: los pecadores son buscados por Dios, por plazas y caminos, con pasión infinita; los enfermos pueden sanar; las mujeres son dignificadas hasta alcanzar su verdadera talla y ser dueñas de sus destinos; la vida de unos pescadores, reducida a la rutina de las redes y la barca, se puede transformar en servicio a la novedad de ese Reino… Esta “hora” es un buen momento para tomar conciencia de los efectos que ha tenido en mi vida el amor apasionado de Jesús… y agradecer.

La presencia de un amor sin límites en la persona de Jesús crea una vida nueva en las gentes que se le acercan. Jesús vino para vivir en plenitud y para que tengamos vida en abundancia; pero amar con esta pasión, que recrea la vida sin límites, impulsa a un trabajo hasta el extremo y crea conflicto con las personas y las instituciones que defienden lo viejo. Amar así tiene un precio, conduce al sufrimiento y a la muerte. Quien quiera seguirle tiene que entrar en esa desmesura de la pasión del amor y tomar la cruz como él.

La vida de todo cristiano o cristiana está atravesada por esta misma pasión. Amar con pasión no significa permanecer en un romanticismo aislado, sino que provoca una transformación tal de la persona que nos hace capaces de comprometernos con el nacimiento de la vida nueva. La capacidad de asumir el dolor e incluso la muerte por lo que amamos y por lo que creamos desde el amor, surge desde las más profundas raíces de nuestro ser. Piénsese, por ejemplo, qué no hacen unos padres por los hijos creados desde su amor.

Un corazón sin pasión renuncia a sufrir y a vivir en plenitud y escoge sucedáneos tranquilizantes y soporíferos como sustitutos de la creatividad arriesgada que se abre al futuro. Por el contrario, amar con pasión nos conduce a las mayores alegrías aunque nos puede arrastrar también a la pasión. Pero cuando hemos atravesado la pasión sin rompernos, porque amamos, entonces la alegría tiene una hondura inigualable. Es la alegría de la pascua. Sólo amar con pasión nos permite afrontar de manera creadora la pasión, como hizo Jesús.

El desafío más grande es situar en esta hondura del amor todo sufrimiento, el propio y el de los demás; el que comprendemos como razonable, porque da su cosecha como lo esperamos en el tiempo oportuno, y el incomprensible, el que nos sitúa dentro del escándalo que hace preguntas a un Dios mudo que no responde, como el grito de Jesús: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Colocamos delante del Crucificado todo ese sufrimiento, propio o ajeno, incomprensible, ese que nos escandaliza el corazón y nos hace repetir: ‘Dios mío, ¿por qué me-le has abandonado?’.

Antes de enfrentar la muerte última, atravesamos a lo largo de la vida situaciones de muerte donde, después de haber luchado hasta el final, se nos acaban las fuerzas y razones, y tenemos que esperar en “el sepulcro” tres días hasta que se estructure toda nuestra persona en torno a una nueva sabiduría que aparece dentro de nosotras como una sorpresa regalada. Porque, es cierto, resucitamos desde la misma profundidad en que morimos.

Sólo un amor como el de Jesús nos revela plenamente quién es Dios y nos revela, plenamente, quiénes somos. Somos la pasión y la resurrección de Dios en la vida de cada día. En nuestra propia persona y en el compromiso con los crucificados de la historia somos la pasión de Dios que trabaja, libera, dignifica, sufre y muere en nosotros. Y, también en nuestra frágil y vulnerable persona, somos la resurrección de Dios que se expresa en nuestro ser transfigurado por el amor, un ser herido por los límites pero abierto al infinito, sufriente pero con paz en el corazón. Releo mi vida descubriendo cómo soy la pasión y la resurrección de Dios en mi vida sencilla, cotidiana…