MEDITACION ANTE CRISTO CRUCIFICADO.

¿Qué se puede pensar, decir, sentir… ante un Cristo crucificado?

Se me ocurren muchas palabrotas pero ninguna políticamente correcta… Intento ponerme en la piel de los que aquel día estuvieron mirando a Jesús morir en la cruz. Y no es fácil hacerlo con paz. Escapa a todo lo que uno pueda imaginar sobre lo absurdo. Es constatar que ni siquiera él estuvo a salvo de lo peor de la condición humana. Condición que asumió hasta las últimas consecuencias. Y lo peor es que los hombres matan.

Temo que es la gran derrota de Dios. No hay nadie a salvo del sufrimiento. Él lo sabía y no se lo evitó ni siquiera a Jesús. El dolor extremo, el sinsentido de las cosas… forma parte de la vida de los hombres. Esto es lo que hay. A veces matamos y otras nos matan. No sirve de mucho revolverse de rabia contra esto, preguntar quinientos millones de veces… ¿por qué?

No hay otra respuesta. El pecado siempre es el mismo.

Ante un Cristo crucificado uno no entiende nada. No ve nada, queda incapacitado para dar una explicación. Es la confrontación con el sinsentido más absoluto. Uno no espera más que un milagro.

Ante un Cristo crucificado tu mirada es la de un niño al que le ha sido arrebatado todo. Y no comprende nada. Es un “no puede ser, no puede ser…”. Desear hasta lo más hondo de la existencia que eso no está ocurriendo… Que es una pesadilla, que no puede ser real.

Y miras una revista…, y hay una foto de un subsahariano flotando inerte en la aguas del estrecho, y una mujer con la cara desfigurada por los golpes, y un bebé con el vientre hinchado hasta morir, y los restos de ya no sabes qué en un atentado suicida y asesino en Israel, o en Irak, o en Níger… o…

Y sigues viendo a un Cristo crucificado.

Cada uno tiene los rostros de crucificados en su memoria. La muerte, el dolor de los que amas te pone rápidamente en tu lugar. Te ubica en el orden general de las cosas. Te limpia de golpe de lo prescindible. Te libera instantáneamente de todo aquello que no te es propio, que te deshumaniza, y vuelves a ser la criatura necesitada de Dios que eres. Recuperas tu lugar en el mundo. Porque sólo Dios puede dar sentido a ese dolor.

 Ante un Cristo crucificado intento evocar a María…, a Juan al pie de la cruz. ¡Qué horas interminables…! En la sala de espera de un quirófano, en la habitación de un hospital, en la puerta de un tribunal de justicia, en los toldos de un campo de refugiados, en las colas ante la oficina de extranjería, en las pateras frente a las costas de la vieja Europa,…

Ante un Cristo crucificado uno muchas veces guarda silencio.

Pones allí clavado todo lo que no comprendes, todo lo que te quita la paz, todo lo que te separa de Dios, porque sólo Dios puede recuperarte a su lado. Porque sólo en su mano te sientes sostenido.

Ante un Cristo crucificado uno no puede creer otra cosa que en la resurrección de la vida. De la vida en abundancia, de la risa, del color rojo del cielo, del brillo de millones de estrellas…, del abrazo del amigo que regresa para quedarse por siempre en tu corazón, de las mil y una posibilidades de acariciar, de hacer sonreír a un bebé, de miradas cómplices llenas de humor y de ternura, de las oportunidades para crecer y hacer las cosas mejores, del regalo de compartir una esperanza, del milagro de creer que para Dios no hay nada imposible.

Ante un Cristo crucificado uno recuerda las tardes de tertulia en Cafarnaúm, el fuego en la cocina de María, la brisa y las gotas de agua en la cara pescando en la barca de Pedro, la luz de las lámparas sobre el vino y el pan, el calor de su mano sobre los ojos abiertos recién estrenados…, la risa de los niños levantados en vuelo alrededor de los olivos…, el sonido de su voz cantando un salmo en la sinagoga o rezando en el silencio de la noche diciendo “Abba” muy bajito, para no despertar a los que duermen…

Ante un Cristo crucificado nada puede ser ya lo mismo.

ANA IZQUIERDO